
El arquetipo de la trabajadora sexual ha sido retratado, desde el cine clásico hasta la actualidad, con una mezcla de morbo, idealización y tragedia, pero rara vez con la complejidad que realmente merece. A menudo, la narrativa presenta a este personaje como alguien que se ve empujado a su profesión por desesperación, más que por elección propia.
Es Fantine en Los Miserables (Tom Hooper, 2012), quien vende pedazos de su alma hasta sucumbir a la muerte; es Vivian Ward en Mujer Bonita (Garry Marshall, 1990), esperando ser rescatada por un millonario; o Holly Golightly en Muñequita de Lujo (Blake Edwards, 1961), quien disfraza con encanto la transacción detrás de su compañía.
Entre las representaciones cargadas de estereotipos, la protagonista de Anora, la película independiente que dominó la última edición de los Oscars, destaca por su enfoque único. Dirigida por Sean Baker, esta cinta, que sigue la vida de una trabajadora sexual que se casa con el hijo de un oligarca ruso, ofrece una visión menos maniquea del trabajo sexual.
Anora, quien prefiere ser llamada Ani, no encarna ni a la víctima ni a la damisela en apuros. No es una mujer inocente, pero tampoco una femme fatale. En una escena clave, Ani conversa con una compañera stripper fuera del club donde trabaja. Se pasan un cigarrillo mientras se burlan de los clientes que atendieron esa noche.
En este relato, los hombres resultan patéticos, y la idea de que estos clientes estén explotando a Ani se vuelve absurda; si acaso, es ella quien tiene el control de la situación. Sin embargo, la película no busca exaltar la prostitución.
Cuando Ani cae en desventaja y se convierte en víctima de abuso, no es a causa de vender su cuerpo, sino porque bajó la guardia emocionalmente. Anora desafía los relatos tradicionales sobre la mujer vulnerable e impotente, pero al mismo tiempo evita caer en la romántica y casi ingenua idealización del trabajo sexual.
El cine y los tropos de la prostitución
Desde sus inicios, Hollywood ha moldeado la figura de la prostituta a través de tropos recurrentes que reflejan más los prejuicios de la sociedad que la realidad del trabajo sexual. Durante la era del código Hays (1934-1968), la censura obligaba a que estos personajes fueran castigados con la muerte o redimidos mediante el sacrificio o el amor, consolidando un imaginario que perduró incluso después de la caída de esta regulación.
Uno de los arquetipos más persistentes es el de la prostituta redimida, cuya única salida digna es el matrimonio o el abandono de su oficio por amor. Mujer Bonita es el caso más icónico, pero la fórmula ya había sido explotada en La Dama de las Camelias (George Cukor, 1936) con Greta Garbo, Gigi (Vincente Minelli, 1958), donde una joven criada para ser cortesana es rescatada antes de siquiera ejercer, o Irma la dulce (Billy Wilder, 1963), donde una trabajadora sexual parisina encuentra estabilidad con un hombre que finge ser su único cliente.
En el otro extremo está la prostituta trágica, cuya historia es definida por el sufrimiento y la condena. Fantine en Los Miserables (1982, 1998, 2012) es un ejemplo recurrente: una mujer empujada a la prostitución por la miseria y castigada con la muerte. T
ambién lo es Nancy en Oliver Twist (Roman Polanski, 2005), asesinada tras intentar proteger a un niño, o Satine en Moulin Rouge! (Baz Luhrmann, 2001), que muere por tuberculosis justo cuando encuentra el amor. Este tropo refuerza la idea de que no hay futuro posible para una mujer que vende su cuerpo.
Otra figura recurrente es la prostituta peligrosa, más común en el cine negro y el thriller erótico. Aquí, la mujer usa su sexualidad como un arma, manipulando a los hombres y condenándolos a la perdición. Desde Phyllis Dietrichson en Pacto de sangre (Billy Wilder, 1944) hasta Catherine Tramell en Bajos instintos (Paul Verhoeven, 1992), estos personajes encarnan una amenaza disfrazada de seducción.
También se asocian con lo criminal, como en La chica del adiós (Herbert Ross, 1973) o El beso de la mujer araña (Héctor Babenco, 1985), donde el trabajo sexual está vinculado a lo marginal y peligroso.
A lo largo de las décadas, el cine ha explorado el trabajo sexual desde la fascinación y el morbo, pero rara vez desde una perspectiva realista. Las trabajadoras sexuales pocas veces son retratadas con matices, como mujeres que, al igual que cualquier otra, pueden tener agencia, vulnerabilidades, aspiraciones y contradicciones.
Sean Baker comenzó a desafiar estos tropos en The Florida Project (2017), donde mostró la realidad de una madre soltera que, ante la precariedad económica, recurre al trabajo sexual sin que su historia sea reducida al morbo o la tragedia. Su enfoque, cercano al neorrealismo, humaniza a sus personajes sin romantizar ni demonizar sus circunstancias.
Con Anora, Baker profundiza en esta mirada, alejándose de la dicotomía entre víctima y femme fatale para retratar a una trabajadora sexual con matices y agencia propia. Aunque estas películas han contribuido a una representación más compleja, el camino hacia un cine libre de estereotipos sigue siendo largo.
El impacto del movimiento Me Too
El movimiento Me Too cambió la conversación sobre el abuso en Hollywood y otras industrias, denunciando las dinámicas de poder que protegieron a agresores durante décadas. Sin embargo, su relación con el trabajo sexual ha sido más ambigua.
Si bien ayudó a visibilizar la explotación en el mundo del entretenimiento y la precarización en sectores como el modelaje y la pornografía, también reforzó la idea de que las mujeres en entornos sexualizados son, por definición, víctimas sin agencia.
En varios países, leyes impulsadas en la ola del Me Too han tenido consecuencias negativas para quienes ejercen el trabajo sexual. En Estados Unidos, normativas como FOSTA-SESTA han criminalizado plataformas digitales donde las trabajadoras podían operar con mayor seguridad, empujándolas a escenarios más peligrosos.
En Europa, el modelo abolicionista adoptado por países como Francia y Suecia ha generado un contexto en el que la prostitución sigue existiendo, pero con más riesgos y menos derechos.
En América Latina, donde el trabajo sexual se encuentra en un limbo legal según cada país, el Me Too ha servido para exponer redes de trata y explotación, pero sin necesariamente diferenciar entre aquellas que ejercen por coerción y quienes lo hacen por decisión propia.
Sin embargo, más allá de la legislación, la estigmatización sigue siendo una de las mayores barreras para las trabajadoras sexuales. Incluso en países donde la prostitución no es ilegal, el prejuicio social las coloca en una situación de vulnerabilidad constante. Son blanco de discriminación en el acceso a la salud, la vivienda y la justicia.
Muchas no pueden denunciar violencia o abusos por miedo a ser ignoradas o criminalizadas. Esta marginalización también impacta a quienes han intentado dejar el trabajo sexual, ya que cargar con ese historial les impide acceder a otros empleos sin ser juzgadas.
Por otro lado, el cambio de discurso impulsado por Me Too ha abierto el debate sobre los derechos laborales de mujeres en industrias con jerarquías de poder desiguales. Ha sido clave para exponer abusos sistemáticos en sectores donde la vulnerabilidad de las trabajadoras era aprovechada sin consecuencias para los agresores.
Sin embargo, su impacto en la lucha por la descriminalización del trabajo sexual sigue siendo limitado. En muchos espacios feministas, sigue existiendo una tensión entre quienes ven la prostitución como una forma de explotación y quienes defienden su reconocimiento como un trabajo con derechos.
La era de las narrativas más complejas: Anora y la transformación del cine sobre el trabajo sexual
Durante décadas, el cine mainstream ha reducido a la trabajadora sexual a los tropos antes mencionados. Cualquier intento por explorar el trabajo sexual desde una perspectiva más matizada ha sido recibido con resistencia, cuando no con censura. Sin embargo, el cine independiente ha empezado a desafiar estas convenciones, y el caso de Anora es una prueba de ello.
Hace apenas unos años, una película como esta habría sido atacada por sectores puritanos de la industria. Su director, Sean Baker, ya había explorado la precariedad y los márgenes sociales en su filmografía anterior, pero en Anora lleva el retrato de la trabajadora sexual más allá de la miseria o la victimización.
La protagonista es un personaje que no busca encajar en ninguna de las categorías convencionales del cine sobre prostitución: ni la mujer atrapada sin salida ni la profesional empoderada sin contradicciones. Ani, como prefiere llamarse, tiene agencia, pero también límites. Puede manipular a sus clientes, pero también puede equivocarse.
Una de las decisiones más controvertidas del filme fue la negativa de Baker a incluir un coordinador de intimidad en el rodaje, algo que, en la era del Me Too, es visto como un estándar de seguridad. Sin embargo, su protagonista defendió la elección, afirmando que permitió escenas más fluidas y auténticas.
La discusión en torno a esta decisión refleja un cambio en la manera en que se representan las dinámicas de poder en la pantalla: no se trata de imponer una única visión de lo que es “seguro” o “ético”, sino de permitir a los cineastas y actores negociar esas complejidades según el contexto.
Más allá de la polémica, Anora plantea una idea central que va en contra del discurso tradicional de Hollywood: el poder no es siempre unidireccional. Ani es consciente de los riesgos de su profesión, pero también de las ventajas que puede sacar de su posición. No es una víctima pasiva ni una mujer que “supera” su condición para alcanzar un destino mejor.
En este sentido, el filme subvierte uno de los tropos más persistentes del cine: la idea de que el amor romántico es la única redención posible para una mujer en el trabajo sexual.
El triunfo de Anora en los Oscar no sólo consolida a Sean Baker como uno de los cineastas más audaces del momento, sino que también señala un cambio en la manera en que el cine mainstream está dispuesto a contar historias sobre mujeres en los márgenes.
Si esta tendencia continúa, podríamos estar entrando en una etapa donde la trabajadora sexual deja de ser una fantasía masculina para convertirse, finalmente, en un personaje con la complejidad que siempre mereció.