“Si estas palabras llegan a ti, debes saber que Israel ha logrado matarme y silenciar mi voz”. Así comienza el mensaje final de Anas al Sharif, periodista palestino de 28 años y uno de los reporteros más destacados en la cobertura de la guerra en Gaza. Las palabras, escritas por el propio reportero antes de ser asesinado, se revelan como una despedida anticipada, como un mensaje de denuncia y por si, como él temía, la verdad que contaba desde el enclave palestino se convertía en una amenaza demasiado grande.
Al Sharif fue asesinado este domingo por el Ejército israelí en la ciudad de Gaza. Junto a él murieron cuatro colegas de la cadena catarí Al Jazeera: el reportero Mohammed Qreiqeh y los camarógrafos Ibrahim Zaher, Mohammed Noufal y Moamen Aliwa. Todos se encontraban en una tienda de campaña instalada frente al Hospital Al-Shifa, donde vivían y trabajaban hace meses. Todos portaban cámaras, micrófonos, chalecos con la palabra “PRESS” (prensa) bien visible. Todos cumplían la misma función: informar. Y en tiempos de guerra, eso parece ser una amenaza.
Horas después del ataque, Israel intentó justificar la muerte de Al Sharif acusándolo de ser “jefe de una célula terrorista de Hamás”. Pero no presentó pruebas. La acusación no era nueva: desde hacía meses, el periodista era blanco de una campaña de desprestigio en redes sociales, impulsada por voceros militares israelíes. ¿El motivo? Informar sobre la hambruna, las enfermedades y las muertes en la Franja mientras continúa el bloqueo a la ayuda humanitaria. Y Al Sharif sabía que, tarde o temprano, eso le costaría la vida.
Nacido en 1996 en el campo de refugiados de Jabalia, en Gaza, Al Sharif se graduó en la Universidad de Al-Aqsa con una licenciatura en Comunicación de Masas, con especialización en radio y televisión. Con apenas 28 años, había logrado algo tan simple como poderoso: convertir las ruinas de Gaza en un estudio de televisión, desde donde documentaba —con una cobertura intensa, cruda y constante— el deterioro humanitario de la Franja. Desde zonas bombardeadas hasta hospitales arrasados, cada imagen revelaba la otra cara del conflicto, una verdad incómoda para el gobierno de Benjamín Netanyahu.
“He vivido el dolor en todos sus detalles, he experimentado el sufrimiento y la pérdida muchas veces, pero nunca dudé en transmitir la verdad tal como es, sin distorsión ni falsificación”, escribió Al Sharif en el mensaje que pidió que se publicara si alguna vez lo mataban. Sabía que podía pasar. No era una posibilidad lejana: era una amenaza concreta, cotidiana, constante. Abrumadora. Aun así, eligió quedarse. Eligió seguir contando. Y con cada transmisión, con cada testimonio, desafiaba el silencio impuesto por las bombas.
El último reporte del gobierno gazatí confirmó la muerte de otro periodista asesinado este domingo, Mohamed Al Khalidi, quien trabajaba para el medio palestino Sahat. Incluso el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ) y Reporteros Sin Fronteras denunciaron la justificación dada por Israel, que admitió haberlos matado durante el bombardeo, alegando que “estaban vinculados con Hamás”, sin pruebas. Por su parte, la cadena Al Jazeera calificó el hecho como un “asesinato selectivo” y “otro ataque flagrante y premeditado contra la libertad de prensa”.
Hace unos meses, Ghada Ageel, profesora en ciencias políticas y refugiada palestina, denunció el abandono que enfrentan los periodistas palestinos y advirtió con claridad: “No se trata solo de una ocupación territorial, sino de una guerra contra la verdad”. Hoy, sus palabras resuenan con más fuerza que nunca: porque la guerra en Medio Oriente es también mediática. Es una guerra contra la información, contra el registro, contra la verdad. Y el blanco perfecto son los periodistas palestinos, que en muchos casos mueren de hambre, bajo las bombas o por disparos, mientras intentan contar lo que ocurre.
Según un informe de Reporteros Sin Fronteras, más de 200 trabajadores de prensa fueron asesinados en los últimos 22 meses. “Israel se ha convertido en el mayor asesino de periodistas en la historia, y lo ha hecho en tiempo récord”, señala una publicación reciente de la organización internacional. Esto sin contar las más de 60.000 personas que murieron desde el inicio del conflicto. A ello se suma la prohibición impuesta por el gobierno de Israel para que periodistas internacionales ingresen a Gaza y puedan informar de forma independiente.
A esta altura, la única pregunta inevitable es: ¿cómo puede un Estado ocultar el exterminio de una población condenada a la catástrofe? Asesinando periodistas, en lo que podríamos llamar, en términos metafóricos, “matar la verdad”. No importa cuántos sean, siempre y cuando se cumpla el objetivo: asegurar el éxito y la victoria en la ocupación total de la Franja de Gaza, mientras la promesa de una tregua —con mediación de Estados Unidos— permanece en el aire. Porque en Gaza, contar se convirtió en un acto de resistencia. En una forma de vivir sabiendo que cada palabra puede ser la última.