
La calidad alimentaria en Argentina atraviesa uno de sus peores momentos. Aunque el país se posiciona como productor global de alimentos, un informe de la Universidad Católica Argentina (UCA) advierte que solo el 11% de la población accede a una dieta adecuada, mientras que el 39% consume alimentos con baja calidad nutricional. La razón no es solo cultural o educativa: es económica.
En tiempos donde los precios no paran de subir, comer sano se convirtió en un privilegio. Según el INDEC, la inflación de marzo de 2025 fue del 3,7%, siendo alimentos y bebidas no alcohólicas uno de los rubros que más aumentó (5,9%). Productos frescos y saludables como limón, tomate, zapallo y batata registraron subas interanuales que superan el 100%. Así, una dieta basada en frutas y verduras quedó fuera del alcance de millones.
Alimentarse con poco y mal: una dieta que enferma
De acuerdo a los informes de la UCA, los sectores más afectados por esta situación son los de menores ingresos, que optan por comidas abundantes, baratas y poco nutritivas. Pan, fideos, harinas y arroz se vuelven protagonistas en los hogares populares. Pero esta aparente solución también tiene consecuencias: una dieta monótona puede causar carencias de hierro, calcio, vitaminas y proteínas, esenciales para el crecimiento y el desarrollo.
En el documento “¿A cuántas personas alimenta Argentina?”, el Observatorio de la Deuda Social sostiene que la crisis alimentaria no es solo por falta de comida, sino por la pérdida de calidad en lo que se come. El informe destaca que muchos hogares acceden a calorías pero no a nutrientes, un fenómeno conocido como malnutrición oculta.
Trigo transgénico y pan de cada día: cuando lo barato sale caro
El otro problema son los productos ultraprocesados o con origen transgénico, cada vez más presentes en la mesa diaria. Es el caso del trigo HB4, una tecnología transgénica desarrollada por la empresa Bioceres y cuestionada por organizaciones socioambientales por su bajo rendimiento y su vínculo con agrotóxicos como el glufosinato de amonio.
Pese a las advertencias, Argentina es el primer país del mundo en comercializar y consumir este trigo, que llega al pan, las pastas y las pizzas sin ningún tipo de etiquetado. “El fracaso del trigo HB4 es productivo, económico y social”, afirman organizaciones como el Instituto de Salud Socioambiental y el Grupo ETC. Incluso grandes empresas como Arcor o Molinos aseguran no utilizarlo, aunque su presencia se verifica en panaderías y comercios minoristas.
Las denuncias también se enfocan en la falta de información pública, ya que no hay un método oficial para detectar y controlar su presencia en alimentos. En este contexto, las personas más expuestas a este tipo de productos son, nuevamente, las que menos poder adquisitivo tienen.
¿Qué alternativas hay?
Desde el ámbito académico y productivo, se propone la agroecología como salida posible. Cultivar sin transgénicos, con abonos orgánicos y rotación de cultivos puede mejorar la calidad de los alimentos y la salud del suelo. Productores agroecológicos señalan que es posible generar trigo sano, resistente a la sequía y rentable sin depender de paquetes tecnológicos tóxicos.
Además, una política pública integral debería garantizar el acceso a frutas, verduras, lácteos y proteínas de calidad a precios accesibles, especialmente en las infancias, donde el impacto de una dieta deficiente es irreversible.
Entendiendo que comer es un derecho y no un lujo, la situación alimentaria en Argentina plantea un dilema ético y político. ¿Cómo puede un país productor de alimentos tener a más de la mitad de su población malnutrida? El aumento de precios, el avance de tecnologías sin control social y la falta de políticas nutricionales muestran que la alimentación es también una cuestión de soberanía.
Hoy más que nunca, se hace urgente recuperar el debate sobre qué comemos, cómo se produce y quién lo decide. Porque la comida no solo llena la panza: construye cuerpos, infancias, territorios y futuros.