
China acaba de lograr algo extraordinario: fotografiar el cometa interestelar 3I/ATLAS desde 30 millones de kilómetros de distancia. No es solo una postal espacial. Es el resultado de años de inversión, planificación y convicción de que la ciencia importa.
La sonda Tianwen-1, lanzada en 2020 para estudiar Marte, aprovechó una ventana única, cuando la Tierra no podía ver al cometa por su alineación con el Sol, para convertirse en la plataforma de observación más cercana jamás lograda para este visitante cósmico.
Capturar imágenes de 3I/ATLAS no fue trivial. El cometa es entre 10.000 y 100.000 veces menos luminoso que la superficie de Marte. Viaja a 58 kilómetros por segundo. Su núcleo mide apenas 5,6 kilómetros de diámetro.
Requirió control de orientación milimétrico, cámaras al límite de su capacidad y estrategias de captura diseñadas específicamente para esta misión. Los astrónomos chinos lo calificaron como un «hito». Y lo es. Mientras tanto, del otro lado del planeta, Argentina tomaba dos decisiones que merecen estar en la misma nota, aunque por razones opuestas.
La paradoja argentina: vender lo que funciona, cancelar lo que promete
El 6 de noviembre de 2025, el Gobierno argentino formalizó mediante la Resolución 1751/2025 el inicio de la privatización parcial de Nucleoeléctrica Argentina S.A. (NASA, sí, la misma sigla que la agencia espacial norteamericana, pero aquí opera nuestras centrales nucleares).
Se pondrá en venta el 44% de las acciones de una empresa que gestiona Atucha I, Atucha II y Embalse. Aquí viene lo irónico: NASA es una de las pocas empresas estatales argentinas que genera superávit. En el primer semestre de 2025 registró un resultado operativo de más de 103 mil millones de pesos.

Produce el 7% de la energía eléctrica del país. Además es reconocida internacionalmente por sus estándares de seguridad. Gracias a ello, Argentina logró autonomía tecnológica en el sector nuclear, desarrollando incluso reactores propios.
Entonces, ¿por qué privatizarla? La respuesta oficial apela a la «incorporación de capital privado» y la «transformación de empresas públicas». Pero la pregunta persiste: ¿tiene sentido vender participación en una joya tecnológica que funciona, que es estratégica y que genera recursos?
El radiotelescopio que nunca fue
Casi simultáneamente, el Gobierno decidió no renovar el convenio, que venció en junio de 2025, para la construcción del Radiotelescopio Argentino-Chino (CART), en El Leoncito, San Juan. El proyecto, con una inversión de 350 millones de dólares financiada mayormente por China, contemplaba una antena de 40 metros de diámetro para observación del espacio profundo.
El CART era fruto de más de 30 años de cooperación entre el Observatorio Astronómico Félix Aguilar de la Universidad Nacional de San Juan, el CONICET y la Academia de Ciencias de China.
Jorge Castro, decano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la Universidad Nacional de San Juan, lo dijo con claridad tras la suspensión del CART: «El desarrollo de la ciencia no tiene fronteras y debe estar por encima de las mezquindades y especulaciones coyunturales, cualquiera sea su índole».
También formaba parte de una red global de radiotelescopios e incluía colaboraciones con instituciones de Yale, Columbia, el Real Observatorio de España, los Institutos Max Planck de Alemania y otros centros de prestigio mundial.

La suspensión del proyecto se justificó con preocupaciones geopolíticas sobre «posible uso dual» de la infraestructura y alineamiento con la postura de Estados Unidos respecto a instalaciones chinas. Los equipos enviados desde China quedaron retenidos en la Aduana. La Universidad Nacional de San Juan manifestó su rechazo, subrayando el carácter «estrictamente científico» del instrumento.
Mientras China usa sus sondas espaciales para hacer ciencia de frontera fotografiando cometas interestelares, Argentina decide que un radiotelescopio construido con fondos chinos, que permitiría a investigadores locales acceder a tecnología que sería imposible financiar de otra manera, es un riesgo inaceptable.
La ciencia no es decorativa
La ciencia no es un lujo para tiempos de bonanza. No es un adorno cultural. No es prescindible. Es la infraestructura del conocimiento, el músculo del desarrollo tecnológico, la base de cualquier autonomía genuina.
Países que invierten en ciencia no lo hacen por romanticismo: lo hacen porque saben que en el siglo XXI, el desarrollo científico determina quién puede decidir su destino y quién debe aceptar el que le asignan.
Valga la redundancia: mientras China fotografía el cometa 3I/ATLAS porque lleva décadas construyendo capacidad espacial. Argentina, en cambio, privatiza una empresa nuclear que funciona y es rentable, mientras cancela un proyecto astronómico que estaba casi listo para entrar en operación. Ambas decisiones envían un mensaje: la ciencia estratégica no es prioridad.

