
Javier Milei ya no sorprende: lo confirma un informe de la consultora Ad Hoc y otro análisis de La Política Online, que lo posicionan como el argentino con mayor cantidad de insultos y descalificaciones emitidos desde redes sociales.
Lo llamativo no es sólo el volumen de agresiones —más de 140 en apenas seis meses de gestión— sino la metodología planificada de su provocación constante, una estrategia que apunta más a humillar que a convencer.
Su reciente intervención en la Derecha Fest en Córdoba, donde se refirió al expresidente Alberto Fernández como “una ameba” y calificó al Congreso como “una bolsa de parásitos”, confirma que su violencia discursiva no distingue escenarios ni niveles de formalidad.
El insulto cómo sello presidencial
El presidente, en lugar de preservar la investidura con la mesura que exige el cargo, ha optado por convertir el agravio en un recurso habitual de gestión y legitimación política. Insulta con nombre y apellido, lanza descalificaciones clasistas, ataca artistas, periodistas, gobernadores, colegas internacionales, y hasta ciudadanos comunes.
Así lo demuestra un detallado informe que clasifica sus ataques: “ratas”, “inútiles”, “corruptos”, “zurdos de mierda”, “mugrientos”, entre muchas otras formas de violencia verbal.
Lejos de reconocer el peso institucional de sus palabras, Milei refuerza una lógica binaria y combativa, donde quien no adhiere es tratado como enemigo. Lo paradójico es que, mientras exige respeto para su figura presidencial, él mismo degrada el rol con cada tuit y cada aparición pública.
Su estilo de confrontación constante no sólo degrada la calidad democrática, sino que también normaliza la violencia discursiva como forma de liderazgo. Este fenómeno no es menor: según los analistas, el clima de odio fogoneado desde lo más alto del poder tiene consecuencias concretas en la sociedad.
Un desprecio natural a la Democracia
Desde amenazas a opositores hasta linchamientos digitales, se profundiza un ecosistema político que ya no se basa en ideas ni consensos, sino en el escarnio. Como advierte el informe de Ad Hoc, “la provocación ya no es un recurso de campaña, sino una praxis cotidiana desde el Estado”.
Milei no insulta por impulso, sino como parte de un plan. El lenguaje no es inocente, y la violencia que siembra desde su cuenta oficial repercute en el tejido social con efectos corrosivos.
Ser el “campeón de los insultos” no debería ser un mérito, sino un llamado de atención urgente: ¿qué clase de Democracia se construye cuando el primer mandatario lidera el ranking del desprecio?
La pregunta interpela a todos, porque el agravio sistemático —además de distraer de los problemas reales del país— erosiona los fundamentos mismos del pacto democrático: el diálogo, el respeto y la pluralidad. En un momento crítico para la Argentina, quizás lo más revolucionario que podría hacer un presidente es volver a hablar con argumentos.