
El 12 de junio se estrenó “La Moribunda”, una obra que destaca por su singularidad y profundidad. Está escrita por la dupla genial del teatro argentino compuesta por Humberto Tortonese y Alejandro Urdapilleta, mientras que la dirección está a cargo de Malena Miramontes Boim. En escena aparecen Darío Serantes y Juan Rutkus, quienes aportan una solidez interpretativa a la propuesta. Las funciones son los jueves a las 20:30, en el Itaca Complejo Teatral, Humahuaca 4027, CABA.
Esta tragicomedia ya forma parte esencial del teatro under argentino, una obra que nació en los márgenes y se convirtió en himno de resistencia. La obra se estrenó originalmente en noviembre de 1997 en la sala El Morocco, y fue reestrenada al año siguiente en el Teatro Picadilly, consolidando a la dupla como referente de una generación que supo hacer del arte una trinchera contra el establishment.
Este relato nace del cosmos artístico que supo materializar en la capital argentina los valores de rebeldía, vanguardia y resistencia cultural. Esa movida subterránea porteña de la década del 80, época dorada de espacios emblemáticos como la mítica sala de rock Cemento y el Centro Parakultural, donde la provocación y la estética se fusionaban en una perfecta sintonía revolucionaria.
El encierro como metáfora universal
La historia transcurre en un “búnker” donde dos hermanas, Kara y Karen, sobreviven en un encierro delirante mientras su hermana mayor agoniza en el cuarto superior. Entre la guerra exterior y el deterioro interior, se refugian en un mundo de fantasía que oscila entre lo grotesco, el humor y el dolor. Mientras esperan la muerte de Kiri, se permiten jugar con el tiempo, detenerlo, modificar las estaciones, crear un universo paralelo para no sucumbir ante la inminencia del final.
Esta tragedia hilarante, esta comedia terrible, habla de la soledad, el abandono, la descomposición y la degradación humana, pero también de la imposibilidad de escape y de cómo el juego, el absurdo y el humor se convierten en escudo ante el espanto. La obra puede leerse como el himno funerario de las familias aristocráticas después del menemismo, o como la caída familiar en un país donde todo sube como excusa para justificar la decadencia.
Dirección y actuaciones, un homenaje con personalidad propia
Malena Miramontes Boim potencia la dimensión poética del texto original, profundiza su carácter tragicómico y delirante, y lo amplifica con una puesta visual y sonora que acentúa el contraste entre el encierro ruin y el mundo de fantasía que habitan las protagonistas. La estética camp elegida —kitsch, glam, artificial— se convierte en el tono perfecto para esa fuga: brillos sobre mugre, lentejuelas sobre ruinas, arias de Puccini en habitaciones sin luz.
Darío Serantes y Juan Rutkus demuestran una química escénica notable. El primero, quien además de actor desarrolló una carrera como director, aporta su experiencia en textos complejos, mientras el segundo despliega una versatilidad que ya había mostrado en obras de Jean Genet. Ambos logran un gran homenaje sobre el escenario a una dupla que supo brillar en décadas pasadas, sin caer en la imitación vacía.
El diseño de escenografía y vestuario de Alejandro Mateo complementa la propuesta estética, mientras el diseño sonoro y música original de Matías De Stéfano crean la atmósfera necesaria para este delirio lúcido. La iluminación, también a cargo de Miramontes Boim, juega con los contrastes y refuerza la dualidad entre realidad y fantasía que sostiene toda la obra.
El teatro como acto de resistencia
“La Moribunda” se despliega como un gesto de resistencia: hacer teatro como quien lanza un grito. Esta nueva versión propone una relectura contemporánea atravesada por nuevos cuerpos, nuevas preguntas, nuevas catástrofes. Como en la pandemia, lo que sostiene a los personajes es el juego, el absurdo y el humor como escudo ante el espanto.
La obra es una invitación a habitar el borde entre la risa y el dolor, una celebración de lo artificial, lo ambiguo, lo queer, lo exagerado. En tiempos donde el teatro independiente lucha por su supervivencia, esta pieza recuerda que el arte verdadero no muere, sino que se transforma, se actualiza, pero nunca deja de interpelar.