Natalia Villamil, una de las voces más potentes del teatro argentino contemporáneo, presenta «Flores muertas«. Una propuesta singular que se adentra en las heridas familiares con la precisión de un bisturí. En su emocional trama se reúnen a seis personajes devastados en un atelier de San Telmo de un escultor recién fallecido, que funciona como excusa para este encuentro de almas en pena. Las funciones son de jueves a domingos a las 21hs, en el Teatro Nacional Cervantes, Libertad 815, CABA.
La historia se da alrededor de tres hermanas que vuelven a ver, tras la muerte del único varón de la familia. Anna llega desde Barcelona, donde malvive junto a Pedro, su hijo sin horizontes. Nora y Esperanza viajan desde un pueblo del interior, cada una con su carga particular. Román, el hijo de la primera, aspira a ser escritor pero una enfermedad indefinida lo paraliza, mientras que Solange, hija de la segunda, soporta los vaivenes emocionales de una madre inestable. Este grupo dispar se juntan en un espacio único donde las historias individuales se entrelazan para revelar un tapiz de frustraciones compartidas.
Villamil diseña una obra compleja y ambiciosa, donde el egoísmo, el amor, el odio y la resiliencia se entrelazan en un tejido narrativo que, aunque a veces abarca demasiado, logra mantener al público enganchado. La autora utiliza el realismo y los afectos más primordiales para crear personajes con los que el público puede identificarse, a pesar de sus exageraciones.
Destacables interpretaciones por un elenco acertado
En lo que respeta a la dirección, Villamil captura la esencia de la vida cotidiana con autenticidad con elementos grotescos y melodramáticos. Los guiños a Pedro Almodóvar aparecen en la paleta de colores, en los excesos emocionales controlados y en esa capacidad para encontrar belleza en lo kitsch. Sin embargo, demuestra su parte creativa para dar su toque personal en cada escena, sobre todo cuando explora las dinámicas de poder entre madres e hijos, entre hermanas que se lastiman y se necesitan en igual medida.
El elenco brilla con luz propia. Matilde Campilongo transforma a Nora en una máquina de hacer reír sin perder la humanidad del personaje. Su trabajo con los tiempos cómicos resulta impecable, pero también sabe encontrar los momentos de vulnerabilidad que la vuelven tridimensional. Juan Tupac Soler compone un Román desafiante y quebradizo, un joven que oscila entre la arrogancia intelectual y el terror a su propia impotencia. Yanina Gruden se apropia de cada escena en la que aparece, con una Esperanza que transita entre la histeria y la lucidez con una naturalidad pasmosa.
Liliana Weimer dota a su personaje de una acidez tierna que conmueve sin caer en el sentimentalismo. Aldana Illán construye una Anna de sensualidad frágil, una mujer que parece a punto de quebrarse pero que encuentra fuerzas en los lugares más inesperados. Sergio Mayorquín aporta la cuota de lucidez poética que la obra necesita para no naufragar en su propio caos emocional.
Por otro lado, Rodrigo González Garillo diseña un espacio que funciona como metáfora visual del encierro emocional de los personajes. Así, el atelier del muerto se convierte en una trampa donde todos deben enfrentar sus fantasmas. La iluminación de Matías Sendón subraya los cambios anímicos sin caer en el efectismo, mientras que el vestuario de Paola Delgado define con precisión quirúrgica la personalidad de cada personaje. La música de Guadalupe Otheguy funciona como un personaje más, puntuando los momentos dramáticos sin invadir la escena.
La Vida Familiar en el Espejo del Teatro
La obra, con sus cien minutos de duración, por momentos se excede en su ambición narrativa. El texto intenta abarcar demasiados conflictos y hacia el final se percibe cierto agotamiento dramático. Sin embargo, el talento del elenco y la solidez de la propuesta escénica logran mantener la atención del público hasta el último minuto.
«Flores muertas» se inscribe en la mejor tradición del teatro independiente argentino: arriesgado, visceral, comprometido con una mirada sobre lo real que no teme mostrar la fealdad junto a la belleza. Villamil confirma su lugar como una de las voces más interesantes de la dramaturgia nacional, capaz de radiografiar las miserias familiares sin perder la compasión por sus criaturas. Una obra necesaria para entender cómo el amor y el daño conviven en ese espacio complejo que llamamos familia.