
Tucumán, “el lugar donde se juntan las aguas” (en idioma quichua), es un territorio milenario, habitado ancestralmente por los pueblos Diaguita, Lule y Tonocoté, cuya memoria sigue viva en los ríos, las montañas y las selvas. Desde la colonia hasta hoy, las comunidades sostienen modos de vida ligados al cuidado del territorio y la organización comunitaria, en medio de siglos de violencia, despojo e invisibilidad.
Durante el Virreinato del Perú, Tucumán fue una de las provincias más extensas del continente. Con el tiempo, bajo la administración del Río de la Plata, se fue fragmentando hasta convertirse luego con la Independencia en la unidad provincial más pequeña del país. Desde su fundación, la ciudad fue pensada como base de abastecimiento militar para avanzar sobre los territorios calchaquíes. La llamada Guerra Calchaquí, que duró cientos de años, sólo pudo ser sofocada a la sombra del desarraigo: pueblos enteros fueron arrancados de sus tierras y reubicados en encomiendas y pueblos de indios, formas tempranas de campos de concentración para el control colonial.
Las ciudades, los ingenios azucareros, los caminos, los ferrocarriles y la infraestructura estatal se construyeron con el trabajo forzado de los pueblos originarios. Hoy, aunque las comunidades indígenas cuentan con personería jurídica reconocida y relevamientos territoriales, continúan siendo desplazadas, hostigadas y criminalizadas.
El Estado es un facilitador del despojo
La avanzada territorial se profundizó con la asunción del gobierno de Javier Milei. Desde el 10 de diciembre de 2023, se multiplicaron los desalojos, muchos de ellos sin orden judicial, en operativos en los que participaron policías y terratenientes. En algunos casos, como el de la base Monte Bello de la comunidad Indio Colalao, los particulares irrumpieron el territorio comunitario al grito de “aquí ganó Milei, ustedes ya perdieron”.
En lugar de garantizar derechos, el Estado provincial ha vehiculizado los atropellos. El gobernador Osvaldo Jaldo decretó la figura de «autotutela de los bienes públicos». De esta manera, habilitó a organismos provinciales encargados de regular servicios, a ejecutar desalojos sin intervención judicial, ante cualquier amenaza de «posible usurpación». En esta lógica, quienes viven ancestralmente en lugares donde el Estado nunca entregó escrituras están siendo expulsados. Tales decisiones administrativas locales son abiertamente inconstitucionales y violatorias del derecho internacional.
En la provincia donde hay un abogado (Gustavo Morales) preso por opinar contra el gobierno, dónde se realizan razzias o trencitos para apresar a jóvenes en los barrios populares, donde la única obra pública que ha prosperado es la inauguración de dos cárceles nuevas ( en las localidades de Benjamín Paz y Delfín Gallo), se busca ocultar que la titulación indígena es una deuda histórica del propio Estado, y un compromiso asumido ante la Constitución Nacional y tratados internacionales como el Convenio 169 de la OIT o el Acuerdo de Escazú.
San Pedro de Colalao: desalojo en un territorio ancestral
Una de las situaciones más alarmantes se vive en San Pedro de Colalao. Cinco familias de la comunidad Indio Colalao fueron desalojadas del paraje La Ovejería, un territorio habitado por esa familia hace más de 180 años. Marina Mamaní, integrante del Consejo de Administración, órgano de gobierno de la comunidad, explicó que su familia conserva actas de nacimiento, defunciones, escrituras y un arraigo ancestral que nunca fue interrumpido. “Vivíamos seis familias de la misma descendencia, del bisabuelo Lucas Segovia, mi abuelo Fabriciano y mi mamá. La casa era comunitaria, teníamos nuestros animales, hacíamos quesillo, vendíamos leche; de eso vivimos”.
Pero nada de eso bastó ante la acusación de usurpación, una figura cada vez más utilizada contra comunidades indígenas. “Primero nos denuncian como matones o ladrones, luego dicen que somos violentos, y cuando todo eso cae, nos llaman usurpadores”, denunció Mamaní. También explicó que en los juicios, la estrategia judicial consiste en no reconocer a la comunidad como sujeto colectivo, tratando los casos como si fueran conflictos entre particulares. “Nos dicen que las comunidades ya no existen, que solo somos una familia queriendo agarrar tierras”.
El trasfondo de este despojo está vinculado a un proyecto turístico: la instalación de un circuito de moto enduro. Aseguró que detrás hay intereses políticos locales, como los de Javier y Víctor Pondal, y denunció que la supuesta propietaria, de apellido Orbich, “nunca vivió en el lugar, y de golpe aparece reclamando como dueña”.
Turismo extractivo: cuando el “progreso” arrasa
La construcción del circuito de motos no solo implica la privatización de tierras comunitarias, sino también la destrucción de un ecosistema frágil. Las motos erosionan el suelo, contaminan fuentes de agua, espantan animales y destruyen las prácticas productivas de las familias. “Donde antes pastaban nuestras vacas, ahora quieren meter ruido, polvo, nafta y turistas. Parece que quieren terminar con nuestro modo de vida a propósito”, lamentó Mamaní.
Muchas de esas tierras son sitios sagrados —apus— para la Nación Diaguita. “Nos quieren sacar de los cerros donde están nuestros ancestros. Lo disfrazan de deporte o de turismo sustentable, pero es despojo. Es otra forma de colonización”, advirtió.
Este modelo se repite en distintos puntos del norte argentino: se promueven circuitos turísticos, loteos privados, barrios cerrados y festivales en zonas rurales, muchas veces a costa de la expulsión de comunidades originarias. Mamaní cuestionó el relato oficial: “Dicen que va a traer desarrollo. Pero ¿para quién? A nosotras nos destruyen las casas, nos matan los animales, nos sacan el alimento. No nos consultan, no nos reconocen. Solo nos quieren lejos”.
Tribunales patriarcales, racistas, injustos
La criminalización de la comunidad Indio Colalao no es un caso aislado. En el caso de la base Riarte, desde 2011 las familias denuncian amenazas, violencia sexual y física, matanza de animales y persecución judicial por parte del terrateniente Freddy Vela Moreno. Sin embargo, la única causa que prosperó fue la iniciada por él contra once comuneros por “usurpación”. La entonces cacica fue condenada por “instigar” a vivir en el territorio, en un intento claro de disciplinamiento de las autoridades indígenas.
Marina Mamaní también denunció la hostilidad de la Fiscalía: “Nuestro abogado presentó todos los papeles, pero le dijeron que se deje de molestar, que deje de decir que somos comunidad. Así le contestaron. ¿Cómo pueden negar algo que está legalmente reconocido?”
También advirtió sobre la desigualdad estructural que atraviesa a las mujeres indígenas: “La mayoría de nosotras estamos solas, con nuestras hijas y nietos. Sostenemos la vida. Vendemos leche, hacemos quesillo. Necesitamos el territorio para sobrevivir, pero parece que lo que quieren es que ese modo de vida desaparezca”.
Durante las audiencias públicas, la fiscal Velia Giffoniello dijo públicamente que “las comunidades indígenas son asociaciones Ilícitas”. Racismo envalentonado por un discurso sordo que acapara tierras y sentidos para unos pocos.
Una lógica de expulsión provincial
En Tafí del Valle varias familias fueron intimadas a desalojar la tierra que habitan ancestralmente, incluyendo personas con discapacidad y niñeces. La Fiscalía de Estado declaró el desalojo a numerosas familias que residían en las cercanías del Dique La Angostura. Les llaman usurpadores, cuando esa zona se utilizó como forma de pasaje hasta que la última dictadura militar decidió inundar la zona para crear un dique para el turismo, inundando viviendas, zona de siembra, pastoreo y sitios sagrados.
La Dirección Provincial del Agua justificó la medida como una acción para su «protección». Las comunidades denunciaron: “Invierno sin hogar no es justicia”. Desde la escuela primaria, niñas y niños de la zona realizaron dibujos con una consigna simple pero profunda: “¿Por qué nos sacan de donde siempre hemos vivido?”
La Dirección Provincial de Vialidad se encuentra intimando de desalojo a las familias que se encuentran a la vera de la ruta provincial 307. Muchas familias perderán su hogar y su fuente de trabajo. La única disponible para las familias locales en una zona gentrificada por el turismo.
Estos no son hechos aislados: configuran una política sistemática de expulsión de las clases populares. Los desalojos, la criminalización y la indiferencia estatal forman parte de un modelo territorial que prioriza el negocio y el mercado por sobre los derechos colectivos. Lo que se presenta como turismo o desarrollo encubre un proceso de aceleración del extractivismo.
Colonialismo renovado
El despojo sistemático que sufren las comunidades indígenas se enmarca en una estrategia más amplia, que se intensifica en este contexto: la política de extractivismo encubierto. Lejos de ser una herramienta de desarrollo inclusivo, el modelo turístico que se impulsa en Tucumán es excluyente, orientado al consumo de clases medias urbanas o capitales externos, sin consulta ni beneficio para quienes habitan los territorios.
Desde Tafí del Valle hasta San Pedro de Colalao, pasando por Amaicha, El Mollar o Raco, se repite la misma fórmula: privatización del espacio, mercantilización de la naturaleza y expulsión de los pueblos que sostienen esos lugares desde hace siglos.
A eso se suma la venta irregular de tierras fiscales, la falta de control ambiental y el incumplimiento del derecho a la consulta libre, previa e informada.
Lo que se oculta detrás de los discursos de “progreso” o “turismo sustentable” es una matriz profundamente colonial. Una provincia que se quiere mostrar limpia y ordenada para los visitantes, mientras invisibiliza, criminaliza y desaloja a quienes cuidan el monte, el agua y la vida. Las comunidades indígenas, campesinas y populares no son parte de ese modelo. Son quienes lo resisten. Pero además, los pueblos indígenas son los primeros seres humanos afectados directamente. Pero luego vendrán por los demás.
La ampliación de la ruta 307 pretende dejar vía libre al transporte de minerales críticos entre Catamarca y la Ruta del Plan Iirsa-Cosiplan (mega obras para el extractivismo). Con la aprobación del RIGI (Regimen de Incentivos para Grandes Inversiones), la pequeña provincia busca consolidarse como el centro de servicios de la destrucción del NOA.
La última frontera de defensa de la vida
Ante este escenario, las comunidades no solo denuncian: se organizan. Recuperan territorios, fortalecen redes, difunden sus voces y exigen políticas con enfoque intercultural. Lo hacen con la certeza de que no se trata solo de tierra: se trata de los demás animales, del agua, de la soberanía alimentaria, de la historia y de la vida misma.
Las comunidades protegen las nacientes de los ríos. El río Tala, que proviene desde Salta y se transforma luego en río Salí, fue despojado a sus guardianes ancestrales. Así cambiaron una forma de vida en armonía por la explotación de monocultivo de soja transgénica regada con agrotóxicos.
“Quieren romper nuestros apus, quitarnos el agua, vaciar nuestras montañas”, concluyó Marina Mamaní. “Saben que donde vivimos el agua todavía no está contaminada. Porque cuidamos. Porque resistimos. Porque ellos quieren el litio, el turismo, la tierra. Pero nosotras vivimos ahí desde siempre. Y no nos vamos a ir”.