
Por las calles de Mar del Plata todavía resuena aquel grito. “¡ALCA, ALCA, al carajo!”, rugía el Estadio Mundialista el 5 de noviembre de 2005 mientras Hugo Chávez, entre canciones, bromas y uno de sus discursos más épicos, se convertía en el emblema de una causa que trascendía a los gobiernos. La escena condensaba una época: la rebelión de los pueblos latinoamericanos contra el modelo neoliberal, la reivindicación de la soberanía y la convicción de que otro destino era posible.
Aquel día, los presidentes de América se reunían por segunda jornada en la IV Cumbre de las Américas para sellar, o enterrar, el proyecto más ambicioso de libre comercio impulsado por Estados Unidos: el Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA).

La imagen oficial de la IV Cumbre de las Américas, que se realizó en Mar del Plata el 4 y 5 de noviembre de 2005.
El plan había sido concebido en 1994, durante la primera cumbre organizada por la OEA, prometía “prosperidad y desarrollo”, pero detrás de ese lenguaje amable se escondía una estrategia neocolonial. Abrir las fronteras para bienes y servicios, eliminar aranceles, liberalizar inversiones y fijar normas de propiedad intelectual comunes significaba, en los hechos, ceder soberanía económica y consolidar la dependencia.
En los años que siguieron a su lanzamiento, América Latina vivió las consecuencias del Consenso de Washington: privatizaciones, endeudamiento, pérdida de derechos laborales y desindustrialización.
Los estallidos sociales y las rebeliones populares que recorrieron el continente, desde Chiapas y la insurgencia zapatista, en ese mismo 1994, el día que entraba en vigor el NAFTA, el acuerdo que para Estados Unidos era la prueba con México y Canadá de lo que quería para toda América.
Desde Buenos Aires y su estallido en 2001, con un grito nacional contra la década infame del menemismo continuado por la Alianza.
Desde Caracas, en Venezuela, con la figura de Hugo Chávez hasta Cochabamba y La Paz, en Bolivia, con la “guerra del agua”, que alumbraría un líder de la talla de Evo Morales fueron el síntoma de una resistencia que maduraba.
La propuesta del ALCA llegó a 2005 enfrentada a una nueva configuración política: la de gobiernos que, con diferentes matices, encarnaban el fin del ciclo neoliberal.
Los 3 jinetes para decirle «no al ALCA»
Néstor Kirchner, Luiz Inácio Lula da Silva y Hugo Chávez formaban un eje decisivo en esa Cumbre. Frente a George W. Bush, que buscaba coronar el tratado en plena expansión de la “guerra contra el terrorismo”, los líderes del sur defendieron otra idea de integración: la que se construye entre iguales, con justicia social y desarrollo propio.
A su lado, Evo Morales, entonces líder cocalero, expulsado de la Cámara de Diputados y a punto de ser electo presidente de Bolivia, encarnaba el ascenso de los movimientos indígenas y populares.

Fuera del recinto, la calle era una marea. Miles de militantes, sindicatos, organizaciones sociales y partidos de todo el continente convirtieron la ciudad balnearia en una fiesta política. Las Madres de Plaza de Mayo, los artistas, los movimientos campesinos y obreros marchaban bajo una misma consigna: “No al ALCA”. Maradona, con la camiseta que llamaba “criminal de guerra” a Bush, se abrazaba con Chávez, mientras un tren bautizado “del ALBA” llegaba desde Buenos Aires con dirigentes sociales, referentes culturales y la delegación cubana.
Fidel Castro, impedido de viajar, había enviado a sus representantes para asegurar la presencia simbólica de Cuba, excluida de la OEA desde 1962, pero presente en la memoria colectiva.

En el Estadio, la contracumbre fue una asamblea popular. Chávez, con la teatralidad que lo caracterizaba, convertía la política en pedagogía de masas. Frente a una multitud empapada por la lluvia y la historia, explicaba que el ALCA no era un acuerdo comercial, sino una reedición del viejo mandato imperial. Propuso, en contrapartida, la Alternativa Bolivariana para las Américas (ALBA), un proyecto de cooperación solidaria entre los pueblos. “El imperio no es invencible”, dijo. Y el público respondió con un rugido que quedó grabado en la memoria latinoamericana.
La derrota del ALCA fue, más que un episodio diplomático, una victoria cultural y política. En los años siguientes crecieron experiencias de integración que retomaron ese impulso: la creación de UNASUR, la CELAC y la consolidación del ALBA-TCP.
Los gobiernos del sur lograron, por un tiempo, recuperar márgenes de autonomía frente al Fondo Monetario Internacional y reducir los niveles de pobreza y desigualdad. El “No al ALCA” se convirtió en símbolo de una época en la que la región se pensó a sí misma como Patria Grande.




Del «No al ALCA» a los peligros de la nueva geopolítica
Dos décadas después, el mapa es otro. América Latina volvió a fragmentarse entre proyectos antagónicos. Los organismos financieros internacionales recuperaron protagonismo y el discurso del libre comercio retorna con fuerza en gobiernos que miran hacia Washington como modelo. En la Argentina, la reivindicación del mercado sin Estado y la alineación incondicional con Estados Unidos contrastan con aquel espíritu de Mar del Plata.
Sin embargo, la memoria de 2005 resiste. En los gestos de los pueblos que aún enfrentan sanciones, bloqueos y presiones, como Cuba, Venezuela o Nicaragua, permanece la convicción de que la soberanía no se negocia. También en los nuevos liderazgos progresistas de la región, que intentan rearticular espacios de cooperación frente al avance de la ultraderecha global.

El aniversario del “No al ALCA” no es solo un ejercicio de nostalgia. Es una invitación a pensar qué significa hoy la independencia en un mundo marcado por nuevas formas de dominación: financieras, tecnológicas, mediáticas. La historia enseña que las alianzas desiguales conducen a la subordinación, y que la integración solo tiene sentido si se construye sobre la base de la equidad y la justicia social.
A veinte años de aquella jornada, Mar del Plata sigue siendo una metáfora. En la memoria popular, el eco de ese “al carajo” no fue un insulto, sino un acto de afirmación: el momento en que América Latina se miró al espejo y reconoció su poder colectivo.
Son tiempos turbulentos y por eso conviene recordar que la historia la escriben, siempre, los pueblos y aunque los retrocesos sean hoy la norma, el futuro está hecho de memoria en movimiento.

