
Era el mediodía de la pandemia y de golpe todo se convirtió en noche para millones de vidas.
“Me dicen que Diego no resistió”, contaba el cronista Federico Bueno en la televisión. Interminables minutos para, mitad show y parte prudencia, confirmar al aire lo que en apenas un instante correría como un rayo por el mundo entero.
Diego falleció.
Diego esa vez no pudo.
¿Por qué esa vez no, cuando estábamos acostumbrados a que sí?
Pudo superar la barrera de la pobreza y desde Fiorito y Argentinos Juniors conquistar el mundo.
Pudo con las lágrimas de no quedar en el Mundial del 78 y con el mismo técnico, el flaco César Luis Menotti, llegar a la cima planetaria un años después con los juveniles en Japón y terminar de hacerse indispensable en la Selección.
Pudo superar la etapa de Barcelona, con una hepatitis y una fractura que a cualquiera lo hubiera dejado fuera de juego casi que por siempre, para llegar al Nápoli del Sur pobre de Italia y carajearse en la cancha y afuera con el Norte rico, como si Fiorito fuera con él a cuanto rincón del mundo visitara.
Pudo hacer la transición de Menotti a Carlos Bilardo, quien dijo que Argentina era “Diego y 10 más”, en un proceso complicado que lo llevaría a brillar en México 86.
En ese torneo, donde también tuvo su revancha de España 1982, pudo con los ingleses en el vale cuatro de la historia, como simbolismo de Malvinas, que todavía estaba fresca en los cuerpos de los pibes que casi tenían su edad.
Y la Copa volvió a la Argentina, la misma que con sus 17 años había visto por televisión, sin ser parte, por poco, del plantel.
Las lágrimas de 8 años atrás convertidas en alegría de todo un pueblo.
Pudo con la FIFA, a quien con sus 25 años denunciaba y proponía armar un sindicato de futbolistas a nivel mundial, por el horario en que se jugaban los partidos del Mundial, bajo el mediodía del verano mexicano, porque la que mandaba era la televisión.
Pudo con el poder del Vaticano, porque cuando lo recibió Juan Pablo II, no se privó de denunciar la injusticia de las riquezas en la sede de la Iglesia Católica en un mundo emprobrecido.
Pudo con el tobillo roto en el Mundial de Italia 90 y llegamos a la final. Pudo ganar y no lo hicimos.
Porque sus derrotas también fueron nuestras y porque lloramos de bronca con él cuando los tanos silbaban el himno nacional.

Pudo con las drogas y los vueltos del poder, para superar la sanción más dura impuesta a un futbolista, y volver, una y otra vez. A Sevilla, en España; a Newell’s, en Argentina, a la Selección para levantar la cabeza después del baile de Colombia en el Monumental que mandó a Argentina a jugar un repechaje con Australia.
Pudo volver, hasta que le “cortaron las piernas” y el mundo se paró ese 30 de junio de 1994 en el Mundial de Estados Unidos.
Diego siempre pudo.
Un paso como técnico en Deportivo Mandiyú de Corrientes y otro en Racing Club, fueron la escala antes de su última vuelta a las canchas, en Boca Juniors.
De esa época quedan su pelo con la franja amarilla; la invitación a pelearse con Julio Toresani en “Habana y Segurola”; los piquitos con su socio Claudio Caniggia; su disputa con el entonces presidente del club, Maricio Macri, a quien lo tildó de “cartonero Báez y dictador”.
Con todo pudo Maradona, Diego, Pelusa.
Hasta en ese fatídico verano de 2000 en Punta del Este, con una alerta sobre su corazón, de la que salió.
La recuperación en Cuba, su Noche del Diez en Canal 13, para mostrarle al mundo y a sí mismo su gran capacidad de diálogo. Porque Diego fue, o es, algo en este mundo más allá de la pelota: un gran dialoguista.
(Cómo cuesta escribir la palabra Diego en pasado).

Un diálogo que construyó como hacemos todos, como nos sale: a los gritos o en silencio. Como lo demuestran las interminables muestras de solidaridad y apoyo que tuvo con personas de diferentes ámbitos, muchos de los cuales son deportistas. Historias que muchas veces se conocieron bastante más tarde de ocurridas y no de boca del propio Diego.
Diego mandándole los patines que necesitaba la enorme Nora Vega, la marplatense que es la Maradona de su especialidad.
Diego en la Copa Davis del tenis o con la Generación Dorada del básquet.
Diego siendo Las Leonas en el hockey o Los Pumas en el rugby.
Diego jugando un amistoso donde hiciera falta para juntar el mango necesario en cuanta causa noble estuviera dando que hablar.
Diego ayudando a Aylén Romachuk, para viajar a un Mundial de Taekwondo en Hungría.
Diego, siempre.
Diego, en presente
Por eso cuesta hacer una nota cronólogica, porque no hablamos de una línea de tiempo o de una trayectoria. Diego es un modelo para armar, un rompecabezas que puede variar sus piezas y, aunque parezca que muestra diferentes formas, el resultado es un Diego colectivo, para uso personal.
Todos tenemos un Diego en el que mirarnos, aún quienes ensayan el discurso pretendidamente correcto de separar “al Diego jugador del Diego persona”.
¿Es acaso posible hacer eso cuando cualquiera que haya pisado una cancha, del deporte que sea, sabe que se juega como se vive y, en general se actúa como se siente?
¿Cómo seguir condenando a quién en el tribunal del pueblo asumió que se “equivocó y pagó, pero que la pelota no se mancha”?
Muchas veces la diferencia entre los hechos y las palabras o el silencio se pueden medir por los intereses. Ahí está, tal vez, el punto central.
Además, Diego es un contrafáctico permanente, lleno de preguntas que hacen difusa esa barrera entre el antes y el después. Lo preguntó él mismo en alguna entrevista: “¿sabés que jugador hubiera sido yo si no me hubiera drogrado?”.
¿Por qué Messi pudo salir campeón con la seleccción mayor cuando ya Diego no estaba?
¿Sería Lionel el mismo, amigo de ciertos negocios y personajes del poder, con la mano de Diego por sobre su hombro de pibe de Rosario?
Diego son preguntas como espinas que nos avisan del camino. Diego es un presente contínuo que nos devuelve la imagen de nosotros mismos, como lo cuentan infinitas crónicas en todos los idiomas, películas, series y libros que se acumulan para ser leídos.
Es la pregunta, cuya respuesta desde lo racional está pero sin embargo nos resistimos a aceptar, de porqué carajos ese 25 de noviembre de 2020 el mundo se detuvo y todavía hay que sacudirse ahí adentro para que vuelva a andar.
Todos somos un poco el «Negro» Héctor Enrique cuando contó que él le dio el pase a Diego para que le haga el gol a los ingleses. Todos sabemos que si la tiramos para adelante, en la dirección correcta, habrá un Diego que resuelva, pese a las patadas, al poder, a los canallas de siempre.
Siempre Diego, de sus 60 eternos, que detuvieron el tiempo hace 5 años. Acaso como un modo de no permitir que se nos vaya.

