
En un país donde la educación superior pública fue históricamente sinónimo de inclusión, excelencia y movilidad social, el presente asoma con incertidumbre y preocupación. En los últimos días, la Universidad de Buenos Aires (UBA) fue reconocida entre el top 100 del ranking QS 2025, convirtiéndose en la única institución latinoamericana de la lista.
Ocupó el puesto 84 a nivel mundial y se mantuvo como la universidad más valorada por empleadores y académicos internacionales. Sin embargo, mientras los rankings internacionales celebran su prestigio, la comunidad académica argentina lucha por sobrevivir en un contexto de ajuste, salarios de pobreza, desfinanciamiento progresivo y campañas de desprestigio.
Este contraste define una época: los indicadores académicos destacan a la UBA por su empleabilidad (puesto 12 global), y su reputación (puesto 34), mientras los docentes y trabajadores denuncian que el salario perdió entre un 30% y 40% desde la asunción del gobierno libertario de Javier Milei. En este contexto, muchos profesionales altamente formados se ven obligados a abandonar sus cargos o buscar otras fuentes de ingreso, poniendo en riesgo la continuidad de las cátedras y la investigación universitaria.
Las consecuencias son visibles. Se cancelaron contratos con editoriales científicas, se paralizó la Agencia Nacional de Promoción Científica, se interrumpieron programas clave como Construir Ciencia y Equipar Ciencia, y hay fuga de cerebros, entre otras cuestiones. La falta de acceso a publicaciones, equipamiento y fondos para investigaciones afecta especialmente a las áreas científicas y técnicas. “Se está vislumbrando la pérdida de gente que se formó durante 10 años en nuestras universidades”, alertó la UBA en un comunicado oficial.
Cómo sigue el reclamo universitario
El conflicto universitario escaló en las últimas semanas. El 11 y 12 de junio se realizaron paros en las 62 universidades públicas nacionales, acompañados por el sindicato Nodocente y apoyados por la Federación Universitaria Argentina (FUA). La comunidad educativa volvió a poner en agenda el reclamo por una Ley de Financiamiento Universitario que garantice el funcionamiento y los salarios. Aunque el Congreso había sancionado una ley similar en 2024, fue vetada por el Poder Ejecutivo, debilitando el frente común que había logrado masivas movilizaciones y el respaldo de amplios sectores sociales.
En respuesta, el Consejo Interuniversitario Nacional (CIN), presentó un nuevo proyecto de ley que busca asegurar un piso presupuestario para las universidades. Esta vez, sin embargo, la norma no incluye aumentos salariales automáticos, sino que remite esa discusión al ámbito paritario. Aún así, los gremios docentes y Nodocentes apoyaron la iniciativa y convocaron a una nueva Marcha Federal Universitaria para el 26 de junio bajo la consigna “Prendete a defender la Universidad Pública”.
Mientras tanto, la vida universitaria transcurre con aulas superpobladas, laboratorios sin insumos y docentes con ingresos por debajo de la línea de pobreza. La “vocación” ya no alcanza para sostener un sistema que históricamente fue gratuito, federal y de calidad. El movimiento estudiantil, aunque con menor protagonismo que en 2024, comienza a rearticularse para visibilizar la crisis. En paralelo, crece la presión dentro de las bases sindicales para reactivar medidas de lucha.
La pregunta que sobrevuela los pasillos universitarios es clara: ¿cuánto más puede resistir la educación superior antes de colapsar? Argentina tiene en sus universidades un faro reconocido mundialmente. La UBA y el sistema público formaron cinco premios Nobel, miles de científicos y profesionales que hoy trabajan en todo el mundo.