La desconexión de los dispositivos del mundo virtual configura en estos tiempos un acto de emancipación rebelde. La acción es necesaria, pero insuficiente. Desconectarse, de algún modo, es ejercer la libertad de decir que no.
En esa línea lo escribió en forma de poesía el uruguayo Mario Benedetti en su recomendable “Hombre preso que mira a su hijo”, luego hecha canción por el cubano Pablo Milanés.
“Uno no siempre hace lo que quiere, pero tiene el derecho de no hacer lo que no quiere”, cuenta y canta el poema canción. Hay algo ahí, que es la capacidad de decir no, el quijotesco momento de plantarse frente a la ola, que si nos toma de frente nos puede tapar.
Hay que vencer la tentación de subirse para apostar a la salvación, porque desde arriba de la ola también se suele caer y el golpe es tanto o más duro que si uno se queda abajo.
El límite del no es la capacidad de llevarlo al plano de lo colectivo y que no quede en el aislamiento individual. Una persona sola no hace nada, aunque no se preste al juego de los algoritmos, que moldean desde el interés de las corporaciones el sentido común imperante, y decida que hay una vida para quejarse, putear o llorar como dice la canción de Benedetti y Milanés.
Ese traspaso del micromundo al contacto con pares es un acto político y es tan valioso como imprescindible.
Es el mismo esquema de relación que se da con las luchas sectoriales, de las cuáles en esta semana hubo un abanico medible en movilizaciones callejeras. El mundo de la ciencia; los agredidos por los recortes en los planes de asistencia a la discapacidad; las jubiladas y jubilados otra vez reprimidos, los trabajadores de la alimentación y del Garrahan y la lista sigue, dieron cuenta entre miércoles y jueves de esta semana, de cómo crece desde diversos sectores no solo el descontento, sino la organización para resistir a la motosierra del ajuste permanente.
El escenario sumará un matiz más amplio, desde que se conoció que la habitual convocatoria del “Ni una menos”, se traslada del martes 3 de junio al miércoles 4, en una confluencia que se espera muy masiva frente al Congreso de la Nación, donde cada 7 días se despliega y aplica el Protocolo represivo de Javier Milei y Patricia Bullrich.
Es la política, siempre
No es casual que los ataques de las derechas hayan tenido como blanco a la política, en un modo que se repite desde hace muchas décadas. Es en ese territorio, mezcla de arte y de ciencia, donde se pueden mezclar en debate los intereses contrapuestos que atraviesan la sociedad. Es la política, cuando se da de manera abierta, amalgamada en y con lo popular, la que permite dar la pelea para intentar modificar el status quo de una sociedad capitalista que cada vez concentra más las riquezas generadas colectivamente en un sentido individual.
Por eso, justamente para desandar ese camino, es que hay que recorrer el sentido de manera opuesta: de lo individual a lo colectivo, para que la apropiación se transforme en distribución.
Lo saben los laburantes, los científicos y los jubilados, que en su mensaje le reclaman a la política (partidaria), que se haga cargo de construir la alternativa. Sin ese horizonte de salida, la cosa queda en el derecho de decir que no, que es un paso necesario, pero que no alcanza.
¿A qué le decimos que sí, si no hay quien lo corporice en el imaginario colectivo?
La política de los partidos, a los que también hay que defender, porque en estos tiempos de sinuosidades democráticas también corren riesgos, parece que solo tiene para ofrecer el debate electoral. Claro que votar es, debiera ser, una instancia suprema de la participación democrática.
Pero no alcanza.
El límite del juego institucional es, de alguna manera, un ancla para las perspectivas de solución frente a las urgencias.
¿Cómo se puede pedir a un gobierno que aumente el presupuesto para el Hospital Garrahan, si ni siquiera tiene un Presupuesto nacional y maneja a discreción el fruto de la recaudación impositiva?
Lo electoral, valioso en tiempos en que las urnas “estaban bien guardadas” como se jactaba el dictador Leopoldo Galtieri antes de llevarnos a la derrota en Malvinas, hoy tiene un peso relativo.
Las 5 elecciones locales (Salta, Jujuy, Chaco, San Luis y CABA), más la constituyente provincial de Santa Fe, mostraron un preocupante nivel de ausentismo, inédito en la historia argentina desde que el voto es obligatorio.
Aún con el peronismo proscripto, el voto en blanco era una porción importante del resultado de las urnas, como pasó en 1963, con la elección del radical Arturo Humberto Illia. No estaba el candidato, con Juan Domingo Perón exiliado hacía casi una década, pero sus partidarios expresaron lo suyo con esa manera de votar.
No se quedaron en la casa.
Lejos de comparar épocas diferentes y menos aún de enojarse con los indiferentes, urge la necesidad de encontrar la respuesta al interrogante de porqué la política no convoca y menos aún enamora, para que al menos un domingo cada dos años uno dedique un par de horas a ser parte de algo que nos va a afectar durante el resto del tiempo de nuestras vidas.
No debe ser sencillo y, pese a que hay publicistas y consultores que cobran millones, no se logra dar en el clavo de la convocatoria que toque esa cuerda individual y la convierta en parte de un canto colectivo.
“Una cosa es morirse de dolor y otra cosa es morirse de vergüenza”, dice Benedetti y canta Milanés. No es la única conclusión, desde luego, pero es una buena síntesis.
Un espejo, otro más, en el que mirarnos y asumir nuestra propia práctica cotidiana.